24.10.24

De cuando Catalino se cayó con el muerto (2)

 

      Desde el momento mismo del entierro de  C.A.C. (Crispín Álvarez Carballo) el día 15 de enero de 1932, surgieron dos historias diametralmente opuestas. Una persona bajo el seudónimo de PPP T publicaría un mes más tarde, el 16 de febrero siguiente en el nº 27 de “El Socialista” órgano de la Agrupación de Santa Cruz de Tenerife, un artículo que recogería las dos versiones, a una la llamaría “así sucedió” y es la del autor, la otra la titularía “Y así se cuenta”, siendo la versión del alcalde contenida en un oficio enviado a la Dirección General de la Guardia Civil y que se publicó en el rotativo madrileño “Ahora” el 30 de enero de 1932.

      Esta publicación del rotativo madrileño se conoció en El Paso y fue el detonante de la publicación por parte de TTT P en “El Socialista” diecisiete días más tarde.

Lo que da por cierto el articulista.

      La fecha de fallecimiento de C.A.C. (Crispín) fue el 15 de enero de 1932 y murió de “enfermedad contagiosa”. El autor del escrito asevera que, a pesar de ello, no se reunió la Junta de Sanidad.

      La Alcaldía lo que hizo fue gestionar y conseguir que dos vecinos retribuidos se prestaran a efectuar el sepelio. Dice que fueron estas dos personas las que penetraron en la casa del fallecido y colocaron el cadáver en el ataúd. Continúa diciendo que uno era muy viejo y el otro estaba completamente borracho, nos quedamos sin saber quién era el “de avanzada edad” pero el embriagado era indudablemente Catalino, es decir dos desgraciados marginales del pueblo.

      Nada más salir con el féretro a la calle se dieron cuenta que estas personas no podían llegar al cementerio con el difunto para darle sepultura y los artífices intelectuales del plan de inhumación no sabían que hacer, el autor del artículo los señala. Los responsables de que estuviera un ataúd con un cadáver dentro, tirado en medio de la calle “frente a la Plaza del Ayuntamiento” con un borracho a los pies y un anciano a la cabecera, eran el alcalde y el teniente de la Guardia Civil.

      Según esta versión coetánea de los hechos, Catalino, si se derrumbó, no fue donde dice la versión popular sino más de 100 metros antes, solo habían arrastrado, cargado o mal llevado el féretro a 50 metros de la casa del difunto, cuesta abajo.

      No había público asistente, algunos curiosos a más que prudente distancia, la cual guardaba también el alcalde y el teniente de la guardia civil y sus números de la benemérita, lo dice así “todos, absolutamente todos los demás estaban a prudente distancia” cuando los titulares sanitarios, farmacéutico y médico, y un concejal “sin la menor excitación de nadie, sino por propio y espontáneo impulso y sin exhortaciones” saltaron adelante y realizaron la inhumación sin más ayuda que la de las dos personas contratadas.

      El farmacéutico Miguel Jurado, políticamente líder conservador del municipio, el médico Juan Fernández, políticamente líder que fue de los liberales y, el concejal Antonio Celestino Castro Casas, concejal socialista y tercer teniente de alcalde, esos fueron los nombres de las personas que “con su arrojo y altruismo levantaron el espíritu y estado moral del pueblo”.

      Lo presenciaron a respetable distancia el alcalde y el teniente de la guardia civil, no dice que estuviera la corporación, ni que se esparciera cal, nada de eso, no nombra al otro médico, a Juan Pérez Capote que según versión popular era el de la Junta de Sanidad, el titular de policía sanitaria. Tampoco los nombres de los indigentes contratados, pero Catalino caló en el ideario popular con la fuerza de sus borracheras.

      El autor de esta versión se pregunta si alcalde y teniente de la Benemérita informarían de estos hechos a la superioridad por si cupiera recompensa a los señores “Jurado, Fernández y Castro”, pero lo que le impulsó a escribir en El Socialista fue la llegada a sus manos del diario madrileño “Ahora” de 30 de enero de 1932.

La versión del alcalde.

      Según el oficio de la alcaldía, su personal versión en documento oficial, Crispín Ávila Carballo (pone su  nombre y apellidos) muere de peste neumónica y ante ello él reúne a la Junta Local de Sanidad, visto que ningún vecino se presentó voluntario para efectuar el sepelio por temor a contagio, se presentó el Teniente de la Guardia Civil don Manuel Bravo Moreno a las cuatro de la tarde acompañado de tres guardias y dice que el tal Moreno exhortó al vecindario para levantar ánimos y dar ejemplo ¿de qué?, se pregunta PPP T.

      El teniente y el alcalde tras “incesantes trabajos” lograron encontrar retribuidos a dos vecinos. Y el teniente con la fuerza a sus órdenes acompañó y coopero en el enterramiento “mientras los vecinos huían atemorizados” y dice que en todo ello se invirtieron unas cinco horas.

      Luego el día 16 siguiente, alcalde y teniente requirieron a los vecinos y establecimientos que abrieran sus puertas y por la heroica actuación es por lo que se dirige al Director General buscando alguna medalla para teniente Moreno, por el gran servicio humanitario prestado. Lo firma y sella el alcalde el 16 de enero de 1932.

      Este oficio de la Alcaldía es lo que publica el periódico “Ahora” en Madrid y parece razonable pensar que fuera enviado al mismo, si no por la propia dirección general, por amigos en la misma del teniente Moreno. Pero son conjeturas.

      No cuesta mucho trabajo imaginar la indignación de PPP T., se muere Crispín, el alcalde avisa a la guardia civil, atrapan a dos indigentes, los sobornan y embriagan, no contratan, obligan, engañan, pero no llegan al cementerio, y, luego actúan quienes no nombra el oficio de la alcaldía. El anónimo articulista termina diciendo del oficio del alcalde lo que Baltazar del Alcázar, poeta español del Siglo de Oro:

                                                       Esto, Inés, ello se alaba,

                                                       no es menester alabarlo;

     No cualquiera podía conocer la existencia y la obra de Baltazar del Alcázar, en esa época no se le preguntaba a Google. Con su invocación termina su crónica PPP T.

     




16.10.24

De cuando Catalino se cayó con el muerto (1).

 

Aquellos sucesos, sobre la muerte en El Paso de una persona por peste neumónica, hace ya poco más de noventa años, perduran y se transmiten oralmente, en consecuencia, existen diversas versiones que difieren en varios detalles. Desde quienes fueron los enterradores, hasta donde llegaron con el féretro, quienes colaboraron para llegar al cementerio, dudas sobre la actuación médica por parte de los familiares del fallecido, hasta dudas sobre de lo que, realmente, causó su muerte. Esta primera parte se fundamenta en algunas de estas versiones verbales.

El patógeno se escapa.

      La peste neumónica que asoló Tazacorte en 1928 alcanzó zonas de Argual. De allí, de este último pago, procedía Crispín, casado en el Paso y que regentaba el Bar Central. Así las cosas, la familia sanguínea de Crispín quedó dentro de la zona en cuarentena a la cual no se permitía acceder desde el exterior ni salir hacia zonas libres de epidemia.

      La gente hablaba de que “las hermanas de Crispín” habían enfermado y pronto se dijo que su hermano, burlando los puntos de guardia impuestos por las autoridades sanitarias, las visitaba en su enfermedad y agonía.

      Crispín cayó enfermo aquejado de alta fiebre y le confesó al médico titular de sanidad de El Paso –Juan Pérez Capote- que, efectivamente, él había visitado a sus hermanas. El médico era, además, vecino de Crispín en lo que por aquel entonces se conocía por Camino de Tenerra, con propiedades limítrofes y mediando entre la casa de ambos, aproximadamente, una veintena de metros en línea recta. Aunque había más de un galeno en El Paso apuntan hacia el Dr. Pérez Capote como Jefe Local de Sanidad y le atribuyen que fue quién decretó el aislamiento del enfermo en su casa al cual “le alcanzaban la comida con una larga pértiga que introducían por la ventana”.

      En la casa del enfermo, y presunto apestado, solo entraba el médico en sus obligadas visitas en razón de oficio y cargo (pero otras versiones apuntan hacia que iban los dos médicos del pueblo) efectuadas bajo fuertes medidas de autoprotección. El criterio del galeno anteponía la salud colectiva a la vida del enfermo, Crispín murió relativamente pronto.

El entierro.

      El problema era quien enterraba a Crispín una vez fallecido. Se cuenta que las autoridades municipales y el médico titular de sanidad tiraron del censo no escrito de los alcohólicos, vagabundos y desarraigados, solitarios y sin parientes cercanos en el pueblo. Si reunían todo el cúmulo de “cualidades”, tanto mejor.

      Entre la leva reclutada o voluntaria, en unas versiones dos y en otras uno, quedó en la tradición oral un indigente apodado o llamado Catalino. Y aquí se disparatan los relatos. Hay quien dice que fue Catalino y solo él quién penetró en la casa del difunto tras el órdago negociador con las autoridades que le convencieron de la grandeza del servicio que le pedían en torno a una botella de vino. Dicen que transformado salió Catalino del cónclave de los notables y, dejando volar la imaginación, como un precursor de la canción que luego escribiría el mexicano José Alfredo Jiménez, entre cántico y blasfemia “grito de pronto el borracho / la vida no vale nada” y se fue a por el muerto, le introdujo en el féretro sacándolo al exterior a rastras. Pero otras narraciones corrigen, Catalino no estaba solo, ni pudo hacerlo solo, por lo menos otra persona entró con él en busca del cadáver de Crispín.

     Una de las historias más creíbles dice que el féretro con el cuerpo de Crispín fue arrastrado por las calles mediante una soga de la que tiraba Catalino o éste y su ayudante.

        Pero todavía existe otra esperpéntica fabulación, bastante extendida y creída, Catalino bajo los efectos de la embriaguez que le infundio el valor de sacar el féretro a la calle, aún tuvo fuerza y potencia suficiente para cargar con él a sus espaldas y emprender la marcha oscilante bajo el peso del difunto y los vaivenes de la monumental borrachera a la que los “respetables” del pueblo contribuyeron como pago a la misión encomendada.

      Trescientos veinte metros separaban la casa del difunto del cementerio a través del mentado camino de Tenerra, que luego fue calle Pablo Iglesias, más tarde General Franco y en la actualidad Sagrado Corazón y continuaba el cortejo por la calle Veintitrés de Septiembre, hoy Salvador Miralles. Tras el féretro iban miembros de la Corporación y operarios municipales portando bolsas de cal viva que esparcían tras las pisadas del Catalino hasta que el esfuerzo y grado de embriaguez de este le hizo desplomarse a los ciento ochenta y cinco metros caminados, dando al suelo él y el féretro de Crispín justo en el cruce con la calle Norberto Pérez Díaz.

      Espanto entre quienes, ya aterrados, observaban tras los cristales de ventanas fechadas.  El séquito flaquea, la comitiva de los ideólogos del entierro retrocede asustada, la estampida está a punto de producirse.

      Entonces surge con fuerza en la narración un nombre más: Antonio Celestino Castro de Las Casas (o Castro Casas) –alias Antonio Garvilla- concejal, más concretamente tercer teniente de alcalde. Algunos narradores llegan a atribuirle que dijo “esto se acabó, ahora lo cargamos nosotros” y se lanzó, sobrio, valeroso, raudo, a recoger el féretro para motivar al resto de miembros de la Corporación consiguiendo los suficientes apoyos para poner el cadáver en el cementerio y darle sepultura en tumba marcada como intocable por tiempo indefinido. Pero nunca me dieron el nombre de quienes cargaron el féretro junto a Celestino.

El fuego purificador.  

       Una noche inmediata al grotesco sepelio las campanas tocaron a rebato: la casa de la familia de Crispín estaba en llamas. Nadie podía decir quienes le prendieron fuego, pero señalaban al médico Juan Pérez como quién dio la orden (sin pruebas para tal afirmación) para evitar un posible foco de contaminación en la inmediatez de los patios de su casa y conjurar un hipotético peligro epidemiológico. Los familiares de la víctima mayores de edad, un tal José Antonio y una tal Victorina se refugiaron en los pajeros, la mayor de las hijas, Angelita, se refugió en la casa de Flora Taño y sus otros dos hermanos, Tomás y Lala, en casa de los Sicilia Camacho. La acogida fue un acto heroico, venciendo el temor a un posible contagio, utilizando desinfectantes, como el mítico Zotal, lavando con agua caliente la ropa de los niños.

      Nunca pasó nada y quedó en el tiempo el amor de un hermano que rompió cordones sanitarios por apego a su familia, pagando con su vida, permaneció la sospecha sobre el criterio íntimo bajo el que actuó el médico y, sobre todo, recordó la gente el caricaturesco entierro de cuando Catalino se cayó con el muerto.

     Pero, ¿fue exactamente así? No, el sepelio tuvo un cronista anónimo que escribió a la par del suceso y que dejamos para una segunda parte.